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Cuento de Don Guindín el parlanchín

Érase una vez un coche pequeñito al que llamaban Don Guindín. Su nombre le venía de que era de color rojo como las guindillas, pero como no era picante no se podía llamar Don Guindón. Es, por este motivo, por lo que se llamaba Don Guindín.

Don Guindín tenía dos inquilinos de forma permanente, la gatita Esmeralda y SuperRata. Ambas eran dos muñecos de trapo. SuperRata con su gorrilla amarilla tenía pinta de golfilla, Esmeralda con su pantaloncito de peto naranja y su camisa de rayas azules parecía una damisela.

SuperRata y Esmeralda siempre estaban discutiendo, claro, como todos los gatos y ratones a lo largo de la historia, pero no podían llegar a pelearse pues estaban sujetas por un pequeño cordel, la una al tirador de la guantera, la otra al manillar de la ventana.

– ¡Eh, rata pestosa !, le decía siempre Esmeralda cuando quería empezar a discutir. El día que me libre, seguía, del cordel ya verás donde vas a ir a parar.

– ¡Venga ya, minina repelente !, soy más grande que tú. ¿Qué me vas a hacer ?. Tiemblo de miedo, y se reía.

Y tenía razón porque como eran muñecos, la casualidad se había encargado de que SuperRata fuese tres veces más grande que Esmeralda.

Discutían, y discutían,…, hasta que Don Guindín intervenía :

– ¡Queréis callaros de una vez, les gritaba. No veis que me podéis distraer y podemos tener un accidente.

SuperRata, que era más atrevida, le contestaba :

– ¡Bueno, ya empezamos !. Habló el imprescindible. Pero si a tí te conducen, ¡listillo !.

– Sí, pero hay que ir concentrado, porque conducir es muy arriesgado en los tiempos que corren, y podéis distraer al conductor.

Tenía razón. Casi nadie respetaba las señales de tráfico ya. Todos los días había algún atasco, o algún accidente, y cuando los conductores veían un hueco, se lanzaban con vehemencia y desesperación a recuperar el tiempo perdido. Era la ley de la jungla, o de la selva, como se prefiera amiguitos. Era, en resumen, la ley del más fuerte.

– Además, proseguía Don Guindín, llevamos a María, que era la hija pequeña del propietario de Don Guindín, y hay que llevar mucho más cuidado.

– Sí, en eso tienes razón, decían las dos después de la reprimenda, pero no te hagas ilusiones que no te vamos a dar la razón siempre, le contestaron a la vez SuperRata y Esmeralda, mientras que se reían de él.

– Reír, reír. Si no fuera por mí aún seguiríais en la estantería en la que os encontrabais. ¿Os acordáis ?. Habéis visto muchos lugares gracias a mí.

Y seguían discutiendo, aunque quien llevaba la voz cantante siempre era Don Guindín, por eso le llamaban el parlanchín.

Había un momento en el día en que se ponían muy contentos los tres. Esto sucedía a las seis de la tarde, cuando iban a buscar a María a la guardería.

– Vamos Don Guindín, acelera, le decían, que vamos a buscar a María.

La niña iba siempre en su sillita en el asiento trasero, con sus cinturones de seguridad puestos, y su barra frontal acolchada de protección. Era una linda nenita, de cabellos rubios dorados cual áureo color, ojos azules como el cielo polar, y muy juguetona y habladora, como Don Guindín.

– Cuidado con la cabecita, cuidado, cuidado, decían cuando entraba al coche para sentarse en su sillita. Hola María, se apresuraba a decir después Don Guindín el parlanchín. ¿Qué tal hoy en el cole ?. ¿Te lo has pasado bien ?. ¿Qué has aprendido ?. Y continuaba haciendo preguntas a la pequeña mientras que Esmeralda y SuperRata intentaban, sin éxito, intervenir en la conversación.

La nenita contestaba : ma…ma, pa…pa, ta, a,…

– Curva a la derecha, sujetaros bien. Ahora giro en la plazueleta.

Cedemos el paso…, adelante, iba siempre comentando, muy alegre, todas las incidencias del camino, aunque a veces no avisaba, y como Esmeralda y SuperRata se encontraban por debajo de cualquier cristal o ventana del coche no veían, ¡y se daban cada golpetazo !.

– Podías haber avisado ¡no !, le decía SuperRata algo irritada, mientras se colocaba su gorrilla amarilla que se le había caído al dar la curva.

– Eso no ha estado bien, comentaba otras veces Esmeralda mientras se subía al manillar, pues se había caído al pasar sobre un bache.

Don Guindín, en esos momentos, se reía de ellas.

En otras ocasiones, María se encontraba muy cansada pues había trabajado mucho en el cole y Don Guindín susurraba a las inquilinas :

– No discutáis hoy. Mirar como va de cansadita María. Vamos a cantarle la nana del güito regüito para ayudarla a dormir.

Y se ponían a cantar, acompañados de un suave balanceo que ponía Don Guindín.

Pero un día, camino de casa de la bebita :

– Huele a quemado, dijo Esmeralda.

– Yo no huelo a nada, comentó SuperRata.

– ¡Como que no !. Inspira profundo y verás.

– Sí, ahora si que huelo, afirmó SuperRata después de un breve instante.

– ¡Que me quemo !, ¡que me quemo !, gritaba desconsoladamente Don Guindín, viendo como salía humo de su capó. ¡Auxilio, que me quemo !.

El papá de María paró el coche en la mediana de la carretera por la que iban, echó el freno de mano y, después de quitarse el cinturón de seguridad, fue a ver que pasaba. Abrió el capó y vio que no había agua en el sistema de refrigeración. El fusible del electroventilador se había achicharrado.

– Buenos días, ¿es la grúa ?, empezó a decir el papá de María por su teléfono móvil. Mire que me he quedado tirado en la carretera por el fallo de un fusible. El coche se ha recalentado…

Y siguió dando los datos al hombre de la grúa para que viniera a por ellos.

– Pobre Don Guindín, decían Esmeralda y SuperRata. Debe ser horrible chamuscarse de esa forma. Mira, ¡ya ni habla !, comentaban entre ellas. ¿Te encuentras bien Don Guindín ?, le preguntaron con pena.

Después de toser varias veces, por el humo que había tragado, respondió Don Guindín :

– Sí, amigas. Ya estoy mejor. Pensé que me quedaba aquí para siempre.

– No seas tan pesimista, le dijo Esmeralda, ya más sonriente. La mala hierba nunca muere.

– ¿Te has quemado alguna vez los bigotes ?, le preguntó Don Guindín un poco acalorado, aunque no sabemos muy bien si el acaloramiento fue debido a que estaba un poco enfadado, o al recalentón que había tenido.

– Bueno, no te enfades, intervino SuperRata. ¡Encima de que nos preocupamos por ti !.

– Vale, vale, os lo agradezco, y perdonar mi malhumor. Menos mal que n
o venía María. Pobrecilla, ahora tendría que esperar a que vengan con el calorazo que hace.

– Tienes razón, comentaron las inquilinas, ya más relajadas.

Al cabo de una hora de espera, estaban todos subidos en una grúa camino del taller. Para las cinco de la tarde, Don Guindín ya estaba arreglado y de nuevo en marcha, para ir a recoger a María.

Pasado ya el susto, Don Guindín recobró ¡hasta el color !, pues se había quedado un poco pálido por la mañana. Por supuesto que también recobró el parloteo. Esmeralda y SuperRata se tapaban las orejas. Don Guindín, otra vez contento, empezaba de nuevo :

– Hola María. ¿Qué tal hoy en el cole ?. ¿Te lo has pasado bien ?. ¿Qué has aprendido ?. Y continuaba haciendo preguntas a la pequeña mientras que Esmeralda y SuperRata intentaban, sin éxito, intervenir en la conversación.

Y la nenita contestaba : ma…ma, pa…pa, ta, a,…

Y se alejaban todos felices con el balanceo típico de Don Guindín.

Y, colorín colorado, este cuento se ha acabado.

De Carlos Manuel da Costa Carballo.