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El ariquipe en el reino de Dios

Blanda, pura, plácida, sencilla y buena, así era la vida de Juan Lanitas. Nunca le hizo mal a nadie y, al contrario, todo el empeño de sus días fue el de hacer el bien, así fuera el de comprar a un niño todas las golosinas que apeteciera, hasta conseguirle la más perfecta indigestión, como el de soportar sobre sus propias espaldas el peso que llevaban los asnos de los campesinos. Estos, que ya conocían de malicia la buenura de Juan, aprovechaban tales ocasiones para hacerle más liviano, en compensación, el peso de los bolsillos.

Juan tenía nueve hijos y siempre estaba agradeciendo la generosidad y sacrificio de su mujer, porque la mayor parte de ellos se los había dado durante largos años que duró Lanitas ausente, como sobrestante de una mina en el Chocó.

El héroe de esta historia no tenía vicio ninguno: ni bebía, ni fumaba, ni nunca se acercó a una mesa de juego, ni se metía los dedos en las narices, ni conoció más amor que el de su amada esposa Poncia, a quien él decía cariñosamente Poncia Pilata.

Para que se conozca hasta dónde llevaba la escrupulosidad y el orden de su vida, basta con leer el horario, que, fijado en lugar visible de su alcoba, regía todos los actos de Juan Lanitas. Este maravilloso documento se recogió y conservó después de su muerte, y dice así:

5 a 6 a.m. Levantada, abluciones y oraciones del día.

7 a 8 a.m. Santa Misa.

8 a 9 a.m. Lectura del año cristiano.

9 a 10 a.m. Visita a los enfermos.

10 a 11 a.m. Ariquipe.

11 a 12 m. Almuerzo y meditación.

12 a 1 p.m. Paseo y descanso.

1 a 2 p.m. Visita a los presos.

2 a 3 p.m. Visita a los fieles difuntos.

3 a 4 p.m. Ariquipe.

4 a 5 p.m. Lectura.

5 a 6 p.m. Comida y meditación.

6 a 7 p.m. Ariquipe.

A las 8. Juan hacía su última oración y se metía santamente en su cama estrecha y solitaria, pues por nada del mundo se atrevería a ocupar el lecho de su esposa.

Juan, por herencia, tenía bienes de fortuna, de los que nunca quiso disfrutar, porque lo que él decía:

– Para eso, nadie como Poncia Pilata y los niños. ¡Ellos sí que saben administrar lo que Dios me ha dado y que no merezco!

Y Poncia y los niños, todos bien mayorcitos, se encargaban de no dejar a fin de cada mes ni un céntimo de la renta que les venía gratuitamente.

En el horario de Juan figura «ariquipe» en tres horas distintas del día, por la mañana, por la tarde y al anochecer, y obligado como buen historiador, me veo precisado a explicar lo que esto significa.

La única debilidad, el único punto flaco, la única pasión, el único vicio, si vicio y pasión pudiera decir esto, era para Juan el dulce de ariquipe, esa hostigante y repelente conserva de leche y azúcar. El mismo lo hacía cada semana, con la generosa y noble aquiescencia de Poncia, siempre que tal menester no distrajera el uso de la cocina más que la hora por ella señalada.

Era un arraigo de niño que Juan cultivó durante toda su juventud y que ya en la vejez le era tan necesario como sus oraciones, sus lecturas y sus visitas. Hacía parte de su propia vida.

Pero todo llega a su fin y un día Juan entregó su alma al Creador, que se la había dado.

Decir que Juan Lanitas se fue derechito al cielo es cosa que sobra: ni siquiera se chamuscó las alas.

Cuando llegó al cruce de los dos caminos que conducen a la eternidad, Juan no tuvo ninguna vacilación en tomar la senda estrecha, y llena de zarzas, sin mirar siquiera la otra, que era amplia y pareja, llena de flores y de pájaros que cantaban alegremente. A él no lo engañaban las apariencias y sabía de memoria como la propia doctrina, por dónde se podía llegar al cielo prometido.

Caminando, caminando, sin cansarse, y por el contrario muy alegre iba Lanitas: cantando a veces y a veces distraído en contar los pasos que iban desde un cerro a una hondonada o desde una valle a una loma, hasta que al fin llegó frente a una puerta de oro, tan grande como una casa de las de la tierra.

– ¡Tun! ¡tun! ¡tun!

– ¿Quién es? –respondió San Pedro siempre alerta en su portería.

– Soy yo, San Pedrito…

– ¿Y quién es yo?

– Juan Lanitas, San Pedrito.

– ¡Ah! Espere un momento.

Oyéronse a poco, los pasos del Santo Apóstol, mucho ruido de llaves y rechinar de cerrojos, y la puerta del cielo entornóse un poco hasta dejar paso a la desconfiada calva de San Pedro.

Verlo Juan Lanitas y caer de rodillas, lleno de emoción, todo fue uno.

– ¡Bueno! –dijo San Pedro malhumorado–, déjese de boberías y eche para adentro, que aquí no se aguanta el frío. ¡Ocurriósele venir con esta mañana!

Entraron, pues, cerró otra vez cuidadosamente San Pedro, se sentó en su gran silla de cuero, se caló los anteojos y comenzó a repasar en gran libro de cuentas, para saber cómo andaba la de aquel bendito que llegaba ahora:

– A ver… a ver… a ver… Haber, debe… Haber… a ver… Todo está muy bien, hombre, no tiene ningún saldo en contra, de manera que va a entrar en el Reino de los Cielos.

Tiró San Pedro de una estrellita que hacía las veces de timbre, y sin que pasara un instante se presentó un querubín con las alas rizadas y una pequeña boina, galonada con su letrero: «Portería».

– Oye, querube –dijo el Apóstol–, vas a llevar a este señor hasta donde San Pablo, con este extracto de cuenta.

Abrióse otra puerta y precedido del querubín entró Juan al Cielo.

Por poco sufre un vértigo ante tanta maravilla, que él no había ni siquiera soñado. Los Santos y los bienaventurados se paseaban tranquilamente, los unos tocando violín o flauta, mientras que otros volaban de nube en nube, cantando himnos; había también algunos grupos donde se jugaba la lotería de figuras, al ping -pong o al ajedrez. Más adelante encontraron algunos Santos muy serios que se paseaban dándose frente los unos a los otros, de manera que la mitad del grupo caminaba hacia adelante y la otra mitad caminaba hacia atrás, y al contrario. Era mucho lo que había que ver, pero el querubín tenía prisa y en pocos momentos llegaron a la Oficina de San Pablo.

Encontrábase éste en tales momentos embebido en la lectura de un libro, que, según pudo ver Juan Lanitas, era la Summa Teológica de Santo Tomás, muy señalada y comentada a las márgenes.

Enteróse brevemente San Pablo del negocio de que se trataba, hizo algunas anotaciones en otro libro y con perfecta cortesía interrogó a Juan Lanitas:

– Pues, amigo, ya que usted está salvado, dígame: ¿qué es lo que quiere hacer?

Un momento
de perplejidad, pero al fin contestó Juan con un hilo de voz:

– Lo que usted quiera, San Pablo…

– No: lo que yo quiera, no. Diga qué quiere hacer…

– Pues… lo que usted quiera, San Pablo…

– ¡Caramba con usted, amigo! Yo nada tengo que ver con sus gustos. Escoja lo que quiera hacer, pero pronto…

– Yo… San Pablo… Lo que usted quiera, San Pablo…

Amoscado el Santo ante aquella pertinaz bobería, preguntó de nuevo:

– ¿Qué era lo que más le gustaba en la tierra?

Vaciló ligeramente Juan, pero enseguida contestó sin titubeos:

– Pues, a mí, el ariquipe, San Pablo.

– Llámame un ángel, dijo el Santo al querubín.

Presentóse enseguida el ángel más bello, batiendo dulcemente las alas y con una sonrisa que no podía describirse.

Ízale acercar San Pablo y llevándolo aparte, conversó algunos minutos con él, lo que hizo suponer a Juan que se trataba de resolver sobre su futuro destino, y que pudo confirmar al instante, cuando de regreso el Santo le dijo:

– El ángel va a llevarlo a su destino eterno. Que Dios lo acompañe.

Muy contento salió Juan en pos del divino espíritu siguiendo apenas el rápido vuelo que llevaba su conductor y así atravesaron una inmensa parte de aquel maravilloso reino. Por fin se detuvo el ángel, sin decir una sola palabra, entregó a Juan una cucharilla de oro, tan pequeña como esas que se usan para resolver el azúcar en el té, lo hizo entrar en un salón y haciendo una leve inclinación cerró la puerta por fuera…

Quedase, pues, Juan, en la más absoluta soledad, sin darse apenas cuenta de dónde se hallaba. Caminando lentamente empezó a recorrer aquella enorme estancia que no parecía tener límites, al propio tiempo que sentía algo como un vago recuerdo de la tierra, y en un momento Dios cuenta que todo cuanto le rodeaba estaba hecho de ariquipe. Y entonces, apenas, sintió todo el peso de su cobardía y de su afición desordenada. Los muros, los muebles, las ventanas, las puertas, todo era de ariquipe. Asomóse por instinto a una ventana y ¡oh! como llevadas por un leve viento pasaban nubes de ariquipe.

– Me he condenado –dijo Juan–, y pensó en renegar, pero solamente acató a decir algunas palabras aprendidas en sus lecturas cotidianas, tales como córcholis ¡recórcholis! ¡zambomba! y otras parecidas.

Juan nunca había meditado y resolvió meditar sobre su triste situación y llegó a concluir con este razonamiento:

– Esto es eterno, es decir, la eternidad, y la eternidad tiene que durar necesariamente más que un salón de ariquipe. Pues bien, si desde este momento me pongo a comer ariquipe, que por otra parte me gusta mucho, algún día habré terminado con el salón y con todo lo que le rodea. Es todavía temprano y no he desayunado; entonces, manos a la obra.

Y dicho y hecho, escogió el muro que le pareció más grueso y más pesado y con la cucharita que le dejó el ángel al retirarse, Juan empezó con verdadera saña la tarea, pensando desde ahora en lo que habría de pedir para el futuro. Pasaron las horas, y pasaron y pasaron, y Juan veía cómo su obra adelantaba consoladoramente. Al fin, esto no era tan grave como lo creyera al principio.

Al anochecer, Juan Lanitas, tan bueno en la vida como después de la muerte, ya cansado y pensando en dormir un poco, sintió de repente un leve ruido de alas que le hizo estremecer.

Era un ángel, el mismo que le acompañara, y que ahora con un gran cubo de ariquipe, iba resanando los estragos hechos por Juan en los muros del Cielo.

De Rafael Jaramillo Arango. Colombia.