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El caso del loro y el pastor alemán

Los Puig, matrimonio joven con dos niños y un pastor alemán joven, veraneaban desde hacía años en un pueblo de la costa. Tenían alquilada una casita con un jardín posterior compartido con una vecina. Allí correteaban los niños y Hans, el pastor alemán.

Justo en la casita de al lado, vivía una anciana viuda con un loro de vivos colores llamado Lindo, que vociferaba cosas tan irrelevantes -«taxi, taxi»-, como irreverentes -«fill de puta»-. Este loro había sido un regalo de un sobrino que se trajo de América muchos años atrás, cuando el «tráfico ilegal de especies protegidas» era un epígrafe de futura invención.


La mujer le había tomado mucho cariño a Lindo tras tantos años de convivencia no exentos de disgustos, como aquella vez que el loro se escapó y acabó en la barra de la cortina del cuarto de baño de una veraneante sueca, cuyos gritos de susto alertaron hasta a los bañistas.

Y es que la Sra. Adela, gustaba de ver al lorito fuera de su jaula, pues en sus tiempos había simpatizado con el anarquismo, y éste casa bien con la libertad. Así que, a pesar del episodio de la sueca, la Sra. Adela le dejaba la puerta de la jaula abierta, para que Lindo entrara y saliera a su antojo, alternara con otras aves, y -¿quien sabe?- quizás algún día aparecía con loritos.

Torpe con las alas aunque no tanto como para no poder encaramarse a las ramas del sauce, Lindo lograba burlar las embestidas de Hans, cuyas pretensiones no eran otras que juguetear alegremente con cualquier cosa en movimiento que se le pusiera delante.

Aquel día, cuando los Puig regresaron de la playa encontraron a Hans muy agitado, sosteniendo al lorito muerto en la boca, sucio de barro, tieso como un palo y con ojos de loco.

– Pero Hans, qué has hecho? – gritó la madre de familia mientras le daba porrazos en el lomo para que soltara a la presa.

– Calla, Maribel, que la Sra. Adela te va a oír – susurró el marido

– Que disgusto pobre Sra., cuando lo sepa. ¿Qué hacemos?

– Tenemos que ocultarle que ha sido Hans

– ¿Tu crees?

– Sí, es mejor. No le diremos nada.

Cogemos al loro, lo limpiamos bien y lo metemos en la jaula, como si no hubiera pasado nada.

– ¡Anda que no se enterará la Sra. Adela que está muerto!

– Sí, pero al menos no sabrá que ha sido Hans.

Y así lo hicieron. Con un cepillo de dientes y agua limpiaron los restos de barro y suciedad del animal hasta dejarlo lo suficiente adecentado como si estuviera vivito y coleando, y, tras cerciorarse que la Sra. Adela no estaba en casa, lo situaron de nuevo en la jaula y actuaron como si tal cosa. Con los ojos de loco no pudieron hacer nada. Por suerte aquel día los niños estaban con los abuelos.

Al cabo de dos días, Maribel y la Sra. Adela se encontraron a la salida de la panadería. La Sra. Adela parecía abatida , con los ojos llorosos y el desánimo en el habla.

– Hola Sra. Adela, ¿cómo está Ud.?

– ¡Ay Maribel, mal, muy mal!

– ¿Y eso?

– Se me ha muerto Lindo

– ¡Qué me dice!, ¿y como ha sido?

– No hija, si esto no es lo peor. Yo creo que me estoy volviendo loca, no entiendo nada. Quizás los del más allá me quieran agraviar por no sé que pecados cometidos. El caso es que el loro se murió, de viejo supongo, lo enterré y al día siguiente volvió a aparecer en la jaula, muerto, pero como si nada!.

Fin.
De  Montse Comerma.