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Cuento del navegante

Cuento aquí la historia del principio de mis aventuras, ya desde aquel lejano día en que partí con mi navío y algunos marineros a mi cargo de mis queridas tierras de España.

Me llamo Juan Ramírez Sánchez de Villalobos, hijo del escudero mayor de Su Majestad Imperial Alfonso VI de Castilla y Aragón. Castellano, navegante, pescador, aventurero o como la diosa Fortuna quisiese dejarme nombre.

Digo pues, que según mi historia empieza, fui yo a salir de mi amada tierra natal y aventurarme en lugares extraños, donde nunca algún otro navegante había llegado. Salí, despidiome de mis queridos y allegados – así como de algunas agradecidas cortesanas – y, dejando patente la ya conseguida gloria de mi abuelo como buen marino, partí del principal puerto con no poca gloria, valor, corazón y libertad.

No es menester que aquí explique las consabidas dificultades que llevaron mis viajes durante los años siguientes, hasta que a orillas de costas Escandinavas, y en una tormentosa noche, perdí la orientación de mis instrumentos de navegación y quedamos, yo y mis marineros, dejados a la desventurada mano de la deriva y penetramos hacia el interior del vasto Océano Atlántico, donde allí, decían, poblaban los mares monstruos marinos.

Perdidos, pues, mis aparatos de navegación e inútiles en aquella situación mis mapas, un sentimiento de pavor sobrecogió a mi tripulación, y aún a mi, y por lo tanto dimos por perdida la expedición, e incluso algunos sus vidas, sobre todo cuando después de numerosas semanas las bodegas del navío comenzaron a vaciarse.

Y así siguieron pasando días y días, y las esperanzas mermaron aún mas. Ahora el miedo, no solo ya a los monstruos, sino a morir de hambre, se había ensañado con nosotros.

Así como digo que nos ocurrieron todas estas mal andanzas, una mañana y estando yo entonando algunos de los sonetos propios de mi tierra – con los cuales en vano yo probaba fortuna de levantar los ánimos de mis marineros- nos llego la voz del vigía diciendo que atisbaba en lontananza barco con signos comerciantes, o, a lo sumo, transportistas. Tal noticia levanto fuerzas y ánimos a mis marineros, y debo decir que lo mismo sucedió conmigo.

Reunimosnos, hablamoslo y decidí de que, valiéndonos de algunos cofres de oro que guardábamos bajo la cubierta, podríamos comprarles víveres con los que poder llegar a tierra, pues la deriva sin saberlo nosotros debía de habernos vuelto a llevar a costas europeas.

Di orden de izar velas y nos acercamos al barco, que resulto ser considerablemente mas grande que mi navío.

-¡Ah del barco! – Probé a decir – ¡Navegantes castellanos os piden ayuda!

Pero del barco nadie asomó. De hecho, nada se oía allá arriba en la cubierta, y dado el deterioro de sus velas, dimos por supuesto que aquel barco estaba abandonado.

Mande atar cabos a aquella extraña embarcación para que nuestro barco no se separase de esta. Después lancé una escalerilla a la cubierta con la que yo pudiese trepar a bordo y pudiera indagar cual era la suerte de aquel siniestro barco.

Hice, pues, lo que dije, y, subiendo por la escalerilla y poniendo pie sobre la cubierta de aquella soberbia nave – Pues su grandiosidad me dejo asombrado -, digo pues, que vi en esta rastros de sangre y material de navegación, no destrozado e inservible como las velas del barco, sino todavía útil e incluso en buen estado.

Estando escamado por el extraño matiz de la situación, vino a suceder que oí movimiento bajo la cubierta del barco, en lo que debían ser las tripas de este.

Tal acontecimiento me sobresaltó y pense si a bordo podía haber una epidemia de peste y aún si el barco debiera de estar en cuarentena. En cualquier caso no había bandera alguna que lo indicara.

Acaricié nerviosamente con la punta de mis dedos el mango de mi espada y agucé el oído por si captaba algún otro sonido. Allá abajo en mi navío, los marineros empezaron a dar voces preguntando que qué ocurría.

No prestaba yo atención a estas razones debido a la tensión y a lo angustiado que estaba, cundo me pareció volver a oír movimientos, esta vez mas cercanos a la popa, donde allí había una trampilla.

Desenvainé mi espada y esperé.

Algunos de mis marineros comenzaron a trepar por la escalerilla.

La trampilla se abrió, y de ella surgió una cabeza de toro, seguida de un musculoso cuerpo de hombre.

Iba fuertemente armado con extrañas y descomunales armas, y finalmente se irguió sobre la cubierta cuan alto era. Se trataba del monstruo que en la mitología griega lo denominaban como un Minotauro, igual que el que encontró Teseo en el laberinto de Creta.

La visión del monstruo me dejó estupefacto y aún empeoró la situación cuando detrás de el aparecieron por la trampilla otros minotauros. Tras de mi, ya en cubierta, mis marineros sacaron espadas y se unieron a mi, tal era el desconcierto que sentían.

Los minotauros, dando muestras de inteligencia en el combate, nos rodearon. Su numero nos aventajaba en mucho.

En esto que hicimos cara a los monstruos y amenazábamos con pelear – así fuese hasta la muerte -, otro minotauro salió de trampilla, este mas alto y mas fuerte que los demás, y correctamente vestido a la forma de capitán.

Los minotauros dejaron paso a tal figura, dando nuestras de gran respeto hacia el.

El extraño minotauro nos habló en un hosco y vasto idioma, y en esto me sorprendió casi comprender tal lenguaje, pues era muy parecido al de algunas tribus barbaras germánicas – Las cuales conocí en algunos de mis viajes por casualidad – salvo por algunas variaciones en los acentos y declinaciones.

Tal hecho me sorprendió, y tras unos momentos, me arriesgué a hablar en tal idioma, con la esperanza de que me entendieran.

– Somos simples navegantes. No queremos pelear – probé a decir costosamente, y por cierto que me debieron de entender, pues ellos mismos se sorprendieron, dando muestras de asombro. Mis marineros también se asombraron.

Entonces el minotauro jefe se adelantó, y, bajando la hoja de su extraña arma – parecida a una espada de tamaño desmesurado -dijo solemnemente;

– Mi nombre es Chot, soy capitán de este barco. ¿Quiénes sois vosotros, extranjeros?

– Me llamo Juan Ramírez Sánchez de Villalobos – Dije al tiempo que yo también bajaba mi espada y hacia una seña a mis marineros para que hicieran lo propio – y esta es mi tripulación. Somos navegantes extraviados.

Decidí ocultar nuestra procedencia y no hablar de Castilla.

Chot dio la orden a sus marineros de que bajaran las armas y vigilaran los alrededores.

Tal hecho me extrañó, y, enfundando mi espada le pregunté que donde estabamos y que qué era lo que sucedía a bordo del barco.

– Cierto es que estéis extraviados.- contestó este lanzado una risotada y envainando también su espada. – Pues tr
anquilo, no temáis, extranjero, que vuestra situación esta algo al noroeste del Mar Sangriento de Istar. ¿O acaso dudabais? – volvió a reír. – Respecto a vuestra segunda pregunta – tomando un tono solemne – no la creo de vuestra incumbencia.

Me sorprendió la arrogancia del minotauro, y mas aún lo hizo la información que me dio sobre aquel mar sangriento del que me había hablado.

Aún así, y debido a nuestra posición, me decidí a pedirle que nos vendiese víveres y algunos mapas marítimos, si pudiese, y que hecho esto le dije que nos iríamos y no le molestaríamos mas. Díjome que sí, que nos ayudaría, y nos cobró por unos pocos víveres una gran cantidad de oro.

Protesté por aquel abuso de precio, y me explicó que en Ansalón el oro no valía demasiado, que lo que mas valor tenia era el acero.

Impresionado quedé. Por lo visto existía al oeste de ese mar sangriento un continente, desconocido para mi y mi tripulación.

No tuve mas remedio que fiarme, pagué con nuestro oro, y di orden a mis marineros de que transportaran los víveres a nuestro navío, mientras yo ojeaba los mapas que me dio Chot.

Ahora pienso que debió extrañarle en sumo mi falta de conocimiento acerca de tal moneda de acero y demás, por lo que volvió a preguntarme acerca de nuestra procedencia, ante lo que respondí;

– No es menester, maese Chot, desvelar yo aquí mi procedencia y la de mis hombres, pues, al igual que yo respeto sus secretos, debe usted respetar los míos.

Hizo callar, así, su curiosidad, y respetó mi deseo, mostrándome así su honor y nobleza de caballero a pesar de su arrogancia.

Pero en esto sucedió, que, en tanto que los marineros cargaban los víveres en nuestro barco, un desgarrador alarido vino a sobrecogernos a todos.

Corrimos hacia el lugar del que provenía el grito y encontramos en el suelo, muerto, a uno de mis marineros.

Tenia desgarrado y ensangrentado el cuello como si se lo hubiesen arrancado de un mordisco. Quedé desolado, y, tras unos segundos, la furia me arrebató el conocimiento, tal era la deshonra para un capitán dejar morir un marinero a su cargo por fallo suyo. Digo pues, que la primera impresión que tuve fue que uno de esos monstruos debió de haberle matado y me maldije por haberme fiado de ellos. En esto que me volví hacia Chot echando mano de la empuñadura de mi espada, cuando se vino a producir otro alarido; esta vez en la proa del barco, esta vez, un bramido de minotauro. Salió Chot corriendo hacia la proa, y, con gran pesar, encontró a uno de sus minotauros también muerto, con las mismas heridas en el cuello.

Mandó que echasen el cadáver al mar, y acto seguido se volvió hacia mi, diciéndome; – Espero que esto aplaque tus dudas, extranjero, pues como ves, uno de mis hombres también ha sido muerto de la misma forma que el tuyo, y que la muerte de tu marinero no ha sido obra de ninguno de nosotros, tal como noté en tus ojos que pensabas. – callé avergonzado – Y nota también cual es el mal de esta embarcación, pues no es el primero de mis hombres que muere de tan extraña manera.

La situación se complicaba, por lo que Chot me contó que nadie había visto nunca al culpable de las muertes. Sin embargo, no podía dejar impune y sin vengar la muerte de uno de mis marineros, pues mi honor me lo requería.

Según como digo esto, también digo que vino a caer la noche.

Acordé con mis marineros que estos se quedaran en nuestro navío, el cual estaba amarrado al barco, y que allí estuviesen alerta a lo que pudiese suceder, pues yo decidí pasar la noche en el barco de los minotauros. Me reuní con Chot en su camarote, y, una vez allí, decidimos, sin avisar a nadie, pasar la noche en vela, vigilando los pasillos del barco. Así, una vez estuvo bien entrada la noche, y todo el mundo reposaba en sus camarotes, cogí un candil del camarote de Chot, la prendí, y, junto a él, salimos en completo sigilo de la habitación,abrimos la trampilla de la cubierta, y nos internamos en las sombras de las entrañas del barco.

Incontables fueron las vueltas que dimos por los innumerables pasillos de que disponía el barco, buscando indicios de lo que allí pasaba.

Nada extraño ocurrió durante la mayor parte de la noche. Nada, hasta que, al doblar una esquina, vimos al final de un largo corredor una pequeña sombra proyectada en la pared. Esta pareció moverse, para después desaparecer fugazmente.

Corrimos detrás suya, pero, llegando allí, no encontramos nada salvo otro corredor que partía hacia la derecha, aún mas oscuro que los demás.

– Aquí parece estar nuestro culpable, maese Chot, y no creo que sea maldición lo que aqueja a tu barco, sino persona. ¿a dónde lleva este corredor tan siniestro?, pues parece aspirar la luz de nuestra lampara de lo oscuro que es. – Dije alzando ante mi la lampara.

– Así parece Ramírez, y si no fuese el mas fuerte de los minotauros me asustaría al pensar que este corredor conduce a la bodega.

La bodega. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

Nos armamos de valor, y con la espada en una mano y el candil en la otra, no s adentramos en el pasillo. Llegamos a topar con una pesada gruesa puerta de roble macizo, la cual se encontraba levemente entornada.

Entramos en la bodega y cerramos a nuestras espaldas la puerta con llave. La oscuridad casi era palpable en la bodega. El aire, asfixiante, dejaba un sabor a vinagre y humedad que se agarraba a la garganta. Allí hasta donde llegaba a iluminar mi candil se extendían varias filas de toneles, así como numerosos cajones de madera, algunos gigantescos, apilados entre si y formando una red de pasillos enrevesados. Por lo visto, la bodega también hacia su uso de almacén.

Sacando una antorcha de una mochila, Chot, encendiéndola en mi candil, se aventuró a perderse entre los cajones.

En sumo le admiré yo por su valor, y, con el arma presta, yo también inicié la búsqueda. Pasó un rato sin que nada encontrara ni ocurriese, pero, estando yo buscando entre los grandes cajones, se produjo un ruido a mis espaldas.

No poco sobresaltado me di la vuelta, presuroso a cargar un golpe contra lo primero que viese, pero cual fue mi sorpresa al no encontrar nada que me extrañase.

Volví a oír otro sonido, insólito y susurrante, y esta vez venia de detrás de un enorme cajón que reposaba contra la pared.

Con todos mis sentidos alerta, me acerqué sigilosamente al cajón. Me estreché contra él, y agucé el oído; estaba seguro de que detrás de este había alguien escondido.

Doblé la esquina del cajón. De detrás de la siguiente esquina había venido el susurro. Mi mano atenazó el mango de la espada. Con el candil por delante y la espada preparada, doblé la ultima esquina. Nadie. Una sensación extraña me sobrecogió. Dirigí mi candil al suelo. En el rincón que hacia el cajón con la pared, reposaba tirado en el suelo un extraño muñeco de paja y madera.

Entonces
observé una luz acercándose.

Era Chot, que venía en mi busca.

– No parece haber nada en la bodega – susurró este.

– No nos fiemos. «Lo que sea» parece escurridizo y silencioso. ¿Hay alguna otra salida en la bodega? – indagué.

– Sí, pero…. – contestó el minotauro dubitativo.

-¿Cuál es?.

– La hay. La compuerta del techo, por la que hacemos descender los cajones. Pero es inalcanzable. – ratificó Chot.

Dicho esto, y con gran estruendo, sobre nuestras cabezas la compuerta se corrió, quedando ligeramente abierta.

Ambos la miramos estupefactos.

– Al parecer acabamos de ser de gran ayuda para nuestro enemigo.- declaré burlón – «lo que sea» ha escapado. ¡Corramos a la cubierta! – exclamé.

Cuando salimos a la cubierta todo estaba en calma. Cerramos la trampilla, y después la compuerta con un recio candado; tal era nuestro interés de dejar atrapada a la criatura ya fuese dentro o fuera del barco. Digo pues, que hecho esto, permanecimos un instante, allí de pie, escuchando.

Nada perturbaba la quietud de la noche. Sin embargo, rompió mi concentración el avistar con el rabillo del ojo una pequeña figura descendiendo a mi navío por la escalerilla.

Nervioso, puse en alerta a Chot y le conminé, entregándole el candil, a que fuese a buscar raudo a su tripulación mientras yo, porque no escapase, vigilaba la escalerilla y ponía en aviso a mi tripulación a voces. Hizolo, pues, y yo, ante la escalerilla, apretando fuertemente mi espada con mis dos manos, me puse a gritar a mi marineros que se pusiesen en pie, que encendiesen todas las luces que pudiesen y que echasen mano a sus armas.

Al punto, pues ninguno de mis marineros debía poder dormir a causa de la inquietud, funcionaron como un solo hombre, en completo silencio, y en pocos segundos todas las lamparas del navío estaban encendidas, y todos los hombres permanecían alerta.

Aguardé en silencio, gotas de sudor frío corrían por mi frente. De repente, percibí un sonido susurrante en la escalerilla, y acto seguido, algo ascendió por ella con una rapidez endiablada y me golpeó en la barbilla, tirándome al suelo.

El muñeco me miraba con sus ojos pérfidos e inexpresivos. Las puntas de los dedos de sus manos se alargaron y se tornaron increíblemente agudas.

Me levanté de un salto y lancé mi ataque, pero la criatura esquivó mi ataque y clavó sus garras en mi brazo.

Aullé de dolor y me lo aparté de encima de un manotazo. El muñeco cayó torpemente al suelo y se volvió a levantar, sibilante.

Volví a atacar, lamentando no tener el candil para incendiar a la criatura, y mi ataque volvió a ser esquivado.

Esta vez hundió sus garras en mi pierna y empezó a trepar por ella buscando mi cuello.

Antes de eso la aparte golpeándola con el mango de mi espada. El muñeco volvió a caer para súbitamente saltar encolerizado hacia mi.

Fue el momento en que comprendí que mi vida dependía de una rápida y única estocada, y, con un fugaz movimiento de media vuelta, le golpee cercenándole la cabeza.

Aún así, el cuerpo de la criatura cayó sobre mi, hundiendo sus garras en mi espalda.

Mi vista se nubló y perdí la consciencia.

Desperté dolorido y magullado en el camarote de mi navío un tranquila mañana. Tenía vendadas mis heridas, pero aún así me encontraba perdido y desorientado.

Después mis hombres me explicaron que había estado inconsciente durante varios días y que el capitán, como muestra de agradecimiento, nos había guiado hasta Ansalón y nos había obsequiado con víveres mas que suficientes, así como un misterioso paquete rectangular que descansaba junto a mi escritorio. Dicho paquete incluía señas de estar dirigido expresamente a mi por Chot.

Ordené salir a los marineros de mi camarote y, dificultosamente me conseguí levantar del camastro.

Me acerqué, casi arrastrándome al misterioso paquete y lo abrí; dentro permanecía una hermosa espada con un ligera curvatura en la hoja, la cual se mostraba afilada y resplandeciente. Era una katana japonesa, símbolo de honor y gratitud en la civilización oriental, regalo de emperadores.

Harto agradecido y en deuda quedé con aquel noble minotauro.

Enfundé la katana y me la colgué al cinto. Desde aquel momento ella y yo seriamos inseparables.

Días después, y estando yo ya completamente restablecido, llegamos a orillas de aquel extraño continente al que llamaban Ansalón, y nos lanzamos a la aventura de conocerlo, descubriendo sus gentes, sus razas y su hermosura.

Fueron unos meses después cuando, tras gastar todo nuestro oro debido a reparaciones en el barco, llegamos a Bahía Buena, donde tuve que vender este para poder sobrevivir.

La terrible perdida de nuestro barco me entristeció en sumo, pero repartí el dinero con mis marineros y estos decidieron de adentrarse en el continente a buscar fortuna por separado.

Así pues, ellos partieron, y yo me quedé en Bahía Buena, durante varios años me gané la vida como pescador, aprendí el idioma común en todo el continente y me adiestré en el uso de mi katana.

Y permanecí, allí, solo, en las alegres costas de Bahía Buena, pero sin nunca olvidar mis orígenes, ni mi Castilla.

Y allí me quede durante algunos años, soñando con volver a conseguir otro barco, buscar al resto de mi tripulación, y volver a salir al mar, mi única pasión, para descubrir nuevos lugares donde ningún otro navegante hubiese llegado antes.

Fin

De Jesús Lázaro.