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El Cotonudo

Pues señor, había una vez una viejita que tenía un hijo galanote e inteligente y además bueno y sumiso con ella, que parecía una hija mujer. La viejita era muy pobre y siempre tenía que andar corre que te alcanzo con el real; lo único que tenía era una casita en las afueras de la ciudad y sus fuerzas, con las que lavaba y aplanchaba, para ayudar a su hijo a quien se le había metido entre ceja y ceja estudiar para médico. Eso sí, que el pobre tenía que pesentarse en la escuela sabe Dios cómo: el vestido hecho un puro remiendo, nada de cuello ni corbata y con la patica en el suelo.

Para ir a la escuela el joven pasaba todos los días frente al palacio del rey, y dió la casualidad que a esa hora se asomaba la hija del rey al balcón. A la princesa le llamó la atención aquel joven tan galán vestido pobremente, pero tan limpio que parecía un ajito, con los pies descalzos tan lavados y blancos, que daba lástima mirarlos caminar entre los barriales. ¿Adónde iría con sus alforjitas al hombro y sus libros bajo el brazo?

Por fin un día no se aguantó y mandó a una de sus criadas a que lo llamara, y cuando lo oyó hablar con tanta sencillez y facilidad, se enamoró perdidamente del joven. Y desde entonces lo esperaba en el jardín para conversar con él.

El joven también se había enamorado de la princesa quien era un primor de bonita: con una cabeza que era como ver el sol de rubia y en la que cada hebra era crespa como un quelite de chayote. Además era buena y noble, que no tenía compañera, y ella tan lo mismo trataba al pobre que al rico. Pero el joven se había guardado con candado su enamoramiento, porque ¿en qué cabeza podría caber que una princesa se casara con un chonete como él, que no se calzaba porque no tenía con qué comprar zapatos?

Pero así es el mundo, y la princesa al ver que el muchacho no tenía trazas de decirle: «Tenés los ojos así y la boca asá», dejó a un lado la pena y un día, sin más ni más, le declaró que estaba enamorada de él. Al principio el joven creyó que era por burlarse, pero al fin acabó por convencerse de que le estaba hablando de deveras.

Entonces le dijo: –Mire, es mejor que no pensemos en esto. Yo soy lo que se llama un arrancado. Es de las cosas que no hay que pensar dos veces, y lo mejor que yo puedo hacer es decirle adiós y no volver ni a pasar por esta calle.

Pero la princesa, que también era muy cabezona, se le prendió como una garrapata y acabó por hacerlo aceptar una bolsa llena de oro para que se fuera a tantear fortuna. Ella le juraba esperarlo. El partió a rodar tierras. Un día se embarcó, naufragó el buque en que iba, y por un milagro de Dios quedó vivo para contar el cuento.

Hecho un ¡ay! de mí, regresó a su país. Su madre lo recibió con gran alegría.

Allá, entre oscuro y claro, se envolvió en un cotón, se puso un gran sombrero, las dos únicas cosas que trajo de su viaje, y fue a pasearse frente al balcón de la princesa, para ver si podía entregarle una carta en la que le contaba sus desgracias y la conveniencia de que no lo esperara y se casara con un príncipe. Los que lo encontraban se decían: –¿Quién será ese cotonudo?– Consiguió lo que deseaba, pero la niña mandó a buscarlo y lo convenció de que debía recibir otra bolsa de dinero, pero en esta ocasión unos ladrones lo dejaron a buenas noches con cuanto llevaba.

Volvió a su país y otra vez a ponerse el cotón y el gran sombrero y otra vez a buscar a la princesa. Los que lo veían se preguntaban: –¿Quién será este cotonudo?– Y la criada de la princesa corrió a avisar a su ama que allí estaba «su cotonudo», y la princesa comprendió.

En esta ocasión fue más difícil el convencerlo de que debía recibir otra bolsa de oro, y la pobre niña tuvo que arrodillarse y llorar para que él la recibiera.

Se fue, se embarcó y por lo que se ve era más torcido que un cacho de venado, porque en una tempestad, el mar se tragó el barco en que iba, y a él lo arrojaron las olas a una isla desierta, sin más vestido que aquel con que Nuestro Señor lo echó a este mundo. Cuando volvió en sí, estaba tan desesperado que pensó que lo mejor que podía hacer era ahorcarse, y se puso a buscar unos bejucos resistentes y un palo en donde hacerlo. Halló las dos cosas. El árbol estaba a orillas de un río y antes de subir le dieron ganas de beber agua. Al acercarse vió en el centro de la corriente un joven muy galán sentado en una piedra. Le preguntó qué hacía allí, y el otro le contestó que era un príncipe a quien hacía muchos años tenían encantado. El recién llegado quiso saber si no habría medio de desencantarlo y el otro le dijo que sí, pero que era muy difícil hallar quien se comprometiera a ello, porque se necesitaba una persona muy valiente que fuera a sentarse en la piedra que él ocupaba, dispuesta a hacerle frente sin temblar a cuanto viniera.

Entonces el cotonudo reflexionó que era mejor morir tratando de sacar de apuros a un prójimo, que ahorcado, y le dijo que él estaba dispuesto a probar si era posible librarlo de semejante situación. Y diciendo y haciendo, se metió en la corriente y obligó al príncipe a dejerle el lugar.

Este se sentó en la orilla a aguardar su destino. De pronto se vió venir una creciente que arrastraba piedras enormes y troncos inmensos.

El cotonudo pensó que hasta allí se la había prestado Dios, se santiguó y esperó tranquilamente que la corriente lo arrastrara. Pero con gran asombro suyo, el agua se apaciguó y vino muy sumisa, como un perro, a lamerle los pies e inmediatamente el río se secó. Luego vió venir hacia él, un tigre muy grande que echaba fuego por los ojos y le enseñaba los dientes. –Ahora sí que no me escapo– se dijo. Volvió a santiguarse y con toda tranquilidad encomendó su alma a Dios.

Pero el tigre se acercó, le lamió los pies como el agua y desapareció entre la montaña. Después fue un toro de aspecto temible, que hubiera hecho temblar al mismo San Miguel Arcángel, quien no le tuvo miedo ni al Diablo. Pero el muchacho pensó que seguramente pasaría como con la creciente y el tigre, y más bien se rió de los aspavientos del toro, que pasó a su lado cual un huracán, sin causarle el menor daño.

Al punto se oyó un gran estruendo, la piedra en que estaba sentado dió una vuelta y se vió la entrada de una cueva. El príncipe se acercó, abrazó a su salvador y se arrodilló ante él llorando y le besó las manos. Luego lo llevó a la cueva que estaba llena de talegos de oro, de cajas llenas de brillantes, rubíes y toda clase de piedras preciosas, de conchas que encerraban perlas que parecían botoncitos de rosa.

–Todo esto es nuestro– dijo el príncipe. Un enano ven&iacute
;a cada semana a darme de latigazos y a mortificarme, y me enseño una vez estos tesoros y burlándose, dijo que serían míos el día que hubiera quien me desencantara. Yo le pregunté por llevarle el corriente, que cómo haría en tal caso para sacarlos, y él me contestó que inmediantamente habría un barco en el puerto, del que yo podría hacer y deshacer.

Se subieron a una altura y desde allí divisaron, efectivamente, un gran barco en el puerto.

Comenzaron a transportar las riquezas y cuando terminaron, se hicieron a la vela. Manos invisibles ejecutaban todos los trabajos que se necesitan en un buque. Así llegaron hasta un puerto del reino del príncipe. Los reyes, sus padres, aún vivían, muy viejitos y siempre pensando en su hijo desaparecido hacía tantos años. El príncipe envió a su amigo a prepararlos… ¿Para qué hablar de la felicidad de los reyes? Lo cierto es que no se quedó campana que no repicó, ni grano de pólvora que no reventó, en señal de alegría por el regreso del príncipe a quien todos creían muerto. Los reyes dieron al pueblo todos sus toros y vacas para que los mataran y los asaran en las plazas públicas y sacaron de sus bodegas todo el vino para que el pueblo comiera y bebiera hasta caer sentado. Tres días duró la parranda.

Al cotonudo lo querían casar con una de las hijas del rey, pero él les contó su compromiso y se despidió. El príncipe le dió un gran barco cargado con las dos terceras partes del tesoro sacado de la isla, y el rey y la reina una caja de oro que debía abrir el día de sus bodas.

Por fin partió con las bendiciones de toda aquella gente y al cabo de unos cuantos días de navegar llegó a su país. Salió del buque de noche para que no lo conocieran. Halló a su madre en la misma casa y hecha en tacaquito la vieja. La pobre ya casi no veía, de tanto llorar por su hijo.

¡Oh felicidad cuando reconoció a su muchacho!

Otro día, entre oscuro y claro, se metió en su cotón, y se puso el gran sombrero (ambas cosas las había dejado guardadas en su casa) y se fue a rondar el palacio. Observó que en las calles había mucho movimiento, que el palacio estaba iluminado como para una fiesta, que a cada instante llegaban coches de los que bajaban señoras y caballeros con vestidos resplandecientes.

Preguntó la causa de todo aquello y le contestaron que esa noche se casaba la hija del rey. Llamó a un criado y le dió cien pesos para que le llamara la viejita que había chineado a la princesa, quien lo quería mucho, y por supuesto el criado nos se hizo mucho de rogar. Vino la sirvienta y al ver al cotonudo se puso en un temblor. Lo llevó a un rincón y le contó que la princesa lo creía muerto, porque habían pasado varios años sin tener noticias suyas y que ahora el rey la obligaba a casarse con un príncipe muy viejo y más feo que un golpe en la espinilla. Le rogó que esperara allí un momento y corrió a avisar a su ama. A pesar de la emoción que le causó esta noticia, la princesa no se atarantó y dijo a su criada que por un pasadizo que sólo ellas conocían, lo llevara a la capilla y lo escondiera detrás de unas cortinas que estaban cerca del altar.

Por fin entraron los novios y los convidados a la capilla. El cotonudo, que no tembló ante la creciente, ni ante el tigre, ni el toro, no se podía sostener al ver a su princesa tan linda, que parecía una luna nueva con su vestido de novia. ¡Y qué feo y qué viejo era el hombre que se la quería quitar!

El señor obispo se acercó a los que se iban a desposar. Cuando preguntó a la niña: ¿Recibe por esposo y marido al príncipe don Fulano de Tal?, ella dió media vuelta, apartó la cortina, sacó a su cotonudo, y con voz muy clara dijo: –No, señor, al que recibo es a éste–. Y el señor obispo se vió obligado a echarles la bendición. Por supuesto, que aquello fue levantar un polvorín: la reina cayó con un ataque y el rey se puso como agua para chocolate, mandó que la cocinera trajera su vestido más tiznado y ordenó a su hija que se lo pusiera. Luego los echó puerta afuera. En ese momento pasaba un carbonero con su borriquito cargado de carbón que iba a vender a la próxima ciudad, porque otro día era el día de mercado. El rey hizo que quitaran al pobre hombre su borrico y sobre los sacos obligó a la princesa que se montara. Hecho esto, se metió en su palacio y les tiró la puerta encima.

El cotonudo, con mucha cachaza, se aguantó todo aquello. Comenzó a arriar la bestia que llevaba a su mujer encima y a abrirse paso como podía entre la gente que los seguía burlándose y poniéndolos como un chuica.

Tomaron el camino del puerto con aquel molote de gente que no los desamparaba y que no se cansaba de gritar: –¡La princesa, se ha vuelto loca! ¡Achará la princesa que se fue a casar con ese cotonudo! ¡Siempre el peor chancho se lleva la mejor mazorca!

El cotonudo se hacía el tonto y como si no fuera con él, trun, trun, arriando el borrico.

De Carmen Lyra.