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Cuento del malvado brujo Sunte

Érase una vez en una gran aldea vivía una pequeña familia que era pobre y estaba conformada por un padre y sus dos hijos.

Un día el padre de los pequeños se fue a trabajar al castillo del brujo llamado Sunte, y al llegar al castillo le dijo:

– ¿Qué pides a cambio de uno de tus amados hijos?.

El padre sorprendido le respondió con gran exaltación:

– ¡Qué, qué, estás loco, nunca te daré a uno de mis hijos!

El padre indignado con el brujo corre a casa con sus hijos y les previene que  el brujo quiere a uno de ellos. Los niños asustados salieron corriendo hacia el bosque, sin percatarse que el brujo los seguía. Ellos siguieron corriendo hasta llegar al lado más oscuro del pueblo, allí no vivía nadie.

Asustados empezaron a gritar y se les acerco un anciano que dijo:

– Niños, ¿están perdidos? yo los puedo ayudar a encontrar el camino de regreso a casa.

Ellos caminaron junto al anciano un buen rato, hasta que llegaron a una casa el anciano. Y éste les dijo:

– Pueden quedarse hoy conmigo, mañana saldremos a buscar el camino de regreso.

Cuando se fueron a dormir se dieron cuenta de que las intenciones del anciano no eran buenas. ¡Él quería comerlos!

Los hermanos asustados comenzaron a gritar cuando alguien comenzó a abrir la puerta de su cuarto. Era el anciano, ellos salieron de la habitación rápidamente.

El anciano se transformo en el brujo original. Era horroroso, el brujo tomó su varita y comenzó a lanzar hechizos a todas partes. Parecían juegos pirotécnicos que se veían a lo lejos. Pero los hermanos tenían un plan, uno le dijo al otro:

– ¿Recuerdas lo que nuestro padre nos regalo, te acuerdas de una capa  que el llevo a la casa? La tomé cuando salimos corriendo para el bosque, papa no se dio cuenta, usémosla para escapar de este horroroso brujo.

Los hermanos se colocaron la capa que los volvía invisibles para los ojos de quien los viese mal, escaparon y le quitaron al brujo  una esmeralda de mucho valor.

Al día siguiente los dos hermanos encontraron el camino de regreso a su casa. A su padre se le saltaban las lágrimas de la alegría que sintió al ver  que sus hijos regresaban sanos y salvos.

De nuestro compañero Carlos Díaz, 16 años.