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Cuento del viajero

He recorrido infinidad de galaxias. He visitado tantos mundos que no puedo recordar sus nombres. Soy aquel al que llaman el viajero y mi misión es enseñar lo que es la Naturaleza de cada mundo.

Voy a contaros algo que quizás no creáis, pero al menos os hará reflexionar sobre lo que sucede a vuestro alrededor.

De todos esos mundos, hay uno particularmente bello. Aquel que existe a vuestro alrededor: el planeta Tierra.

¿Alguna vez os habéis parado a contemplar lo que tenéis al alcance de la mirada? ¿Habéis visto las gotas de lluvia ser arrastradas por los caudalosos ríos? ¿Habéis visto como el sol acaricia las copas de los árboles al atardecer, y tiñe de un vivo naranja las nubes del cielo? Yo si lo he hecho, me he parado a contemplar la Naturaleza a mi alrededor. Dejad que os cuente mi aventura.

“Aquella tarde, me senté sobre la blanda tierra de una colina. Varios niños a mi alrededor volaban sus cometas de colores. Estas, mecidas por el viento, dibujaban caprichosas formas sobre un cielo azul inmaculado.

Posé las palmas de las manos sobre la hierba, estaba fresca, y decidí dejarme llevar por el viento de la Madre Tierra; cerré los ojos, no quería ver la Naturaleza a mi alrededor, quería más que eso, yo quería sentirla, comprenderla en sus más recónditos secretos y, sobre todo, amarla como ella hace con sus hijos.

Al cabo de unos segundos, mi mente se sumergió en el frescor de la hierba. Es difícil describir esa magia con palabras. Mi cuerpo seguía sentado sobre la colina, pero mi menta había descendido hasta la propia Naturaleza, más allá de la conciencia. La hierba me parecía ahora gigantesca, me deslicé por entre sus recovecos, a través y sobre ella, y me detuve para observar como una mariposa se posaba delicadamente sobre una flor; el batir de sus alas producía una extraña vibración que me ponía la piel de gallina. Me acerqué a ella y la salude con el pensamiento.

-¿Qué haces? -me preguntó, no se extrañaba de verme. Sus colores eran luces que iluminaban el alma.

-Intento ver mejor esta gran Naturaleza.

-Pocos pueden hacerlo -afirmó algo triste.

-Lo sé, sólo aquellos que la aman de verdad…

-En ese caso, buen destino, viajero… -y la mariposa me sonrió y voló hacia otra flor. ¡Dios mío! Casi me hizo llorar de lo hermosa que era, vista tan de cerca, quizás vista con el corazón.

Crecí, volví a mi tamaño natural aunque seguía siendo un pensamiento que ahora volaba sobre un campo de girasoles. Al pasar sobre ellos, mis manos los rozaban delicadamente y se volvían para saludarme.

Me detuve frente a un viejo y gran árbol, era un roble. Pese a su edad se veía aún fuerte y sano.

-¿Cuántos años tienes? – le pregunté.

-101, viajero.

-No te cansas de vivir.

-¿Te cansas tú de lo que haces, viajero? ¿Te cansas de hablar con las criaturas de los mundos y casi llorar de alegría cuando nos observas?

-No, viejo amigo, en verdad que no me canso. Ni lo haré nunca.

-Entonces ya conoces mi respuesta -me sonrió.

Alcé el vuelo de nuevo y volé con la rapidez del pensamiento. Esta vez, me detuve sobre una gran llanura, un lugar inhóspito calentado por el sol. Al principio, esto que llamáis la sabana, puede parecer cruel pero, siempre habréis de mirar más allá y ver la verdadera belleza. Allí, sobre una gran roca, vi un espléndido animal cuya abundante melena se mecía con la brisa caliente: un león, el rey de los animales. Una de sus patas descansaba sobre el pecho de un antílope muerto. Me acerqué y acaricié su la hermosa melena.

-¿No me temes? – me preguntó. En sus ojos brillaba su gran inteligencia.

-No pues somos hijos de la misma Naturaleza.

Volvió su mirada hacia el animal muerto.

-Pero, yo lo he matado…

-Es el ciclo de la vida. Muere para que tu vivas, porqué la Naturaleza es así. No es justo ni injusto, simplemente es así.

-Eres extraño, viajero.

-Como sabe el viejo roble, sólo busco la Naturaleza tal y como es.

-Buena suerte entonces -se despidió el león antes de reunirse con su manada para jugar con los cachorros. Yo agité mi mano para despedirme y volé de nuevo.

El mar bajo mis ojos. Volaba tan bajo que el agua mojaba mi pensamiento. Un par de sonrientes delfines se unieron a mí, en aquella salvaje, como la Naturaleza, escapada.

-Desciende más y verás maravillas -me dijo uno de ellos con su particular chillido.

Yo lo escuché, y me sumergí en las aguas del mar. La belleza que se mostró ante mis ojos llenó por completo mi corazón. Había peces de todas las formas y colores, extraños animalillos de muchas patas que correteaban por el arenoso fondo en busca de comida; conchas de formas caprichosas y algas de bellos colores. Supe que estas últimas podrían ayudar a los humanos a luchar contra algunas enfermedades. Razón de más para protegerlas.

Volví a la superficie en las aguas de un río, aquel que llamáis Amazonas y me detuve un instante para contemplar la selva virgen que se extendía más allá del horizonte. Me llegaban multitud de sonidos, sonidos de los muchos animales, sonidos de vida. Todo era vida, pura vida que tenéis que aprender a ver como la estaba viendo yo; amarla como yo la ama y protegerla como yo la protejo.

Pero no todo era belleza natural y alegría. Había un “agujero” en la selva, un gran claro de árboles arrancados de la tierra que los había visto nacer. Talados por la avaricia de algunos hombres que anteponen su enriquecimiento a la protección de la Naturaleza. Me enfurecí, con sólo pensarlo podría haber acabado con todos ellos, pero no era la forma de poner fin a tales actos bárbaros. Dependerá de todos vosotros, los que amáis la Naturaleza, parar a aquellos que sólo quieren obtener beneficios materiales de ella. Debéis hacerlo y os voy a decir la razón: la Naturaleza no sólo es algo bonito para contemplar, es vida, vida que alimenta y mantiene otras vidas; mariposas, robles, leones, delfines… y hombres. Tenéis que comprender que si acabáis con ella, si la explotamos hasta matarla, vosotros os iréis con ella. La razón es simple: la Madre Naturaleza depende de vuestra bondad pero vosotros dependéis de su vida.

Cerré los ojos y me encontré sobre la cima de una montaña, de pie contra el viento frío que agitaba mis cabellos. Frente a mi, agitando sus majestuosas alas, estaba un águila real. Su tez blanca resaltaba sobre el resto del oscuro pelaje. Los ojos, pequeños pero inmensamente vivos, se cruzaron con los míos. Durante un instante, que me pareció una eternidad, nos observamos mutuamente, como dos hermanos que hace mucho tiempo que no se veían. Después, el impresionante animal, alzó el vuelo y desapareció entre los riscos mientras me gritaba.

– Nos vo
lveremos a ver, viajero, aún tienes mucho que aprender… buena suerte.

En verdad, aún tenía mucho que ver y aprender de vuestra Madre Naturaleza pero en ese momento, cerré mis ojos y, al abrirlos de nuevo, volví a ver a los niños que volaban sus coloridas cometas. En tiempo real, mi viaje sólo había durado unos minutos.

Me disponía a marcharme cuando vi como un niño se sentaba y posaba sus manos sobre la hierba, como posiblemente me había visto hacer a mí. Me acerqué a él.

-¿Qué haces? -le pregunté fascinado por aquel gesto.

-Me gusta tocar la hierba -me contestó, con la sinceridad de un niño reflejada en sus ojos- Es una sensación extraña.

-¿Te habla?

-Bueno… algo parecido.

-Entonces, niño… escucha a la Naturaleza y aprende.

De Jujo.