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Categoría: Cuentos Infantiles y Juveniles

Cuento de Nochebuena
El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco, para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e inencontrable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía exhalar suaves olores a la fritanga permitida después del tiempo de ayuno; así servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto llano. Su eminencia el cardenal —que había visitado el convento en un día inolvidable— había bendecido al hermano, primero, abrazádole enseguida, y por último díchole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez y por la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como sus hermanos los pájaritos de Dios. Y cuando volvía, con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia ellos: «¡Eh!, venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen vaso…» Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más bondadosa de las sonrisas.

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El cascanueces y el Rey de los ratones
LA NOCHEBUENA

El día 24 de diciembre los niños del consejero de Sanidad, Stahlbaum, no pudieron entrar en todo el día en el hall y mucho menos en el salón contiguo. Refugiados en una habitación interior estaban Federico y María; la noche se venía encima, y les fastidiaba mucho que -cosa corriente en días como aquél- no se ocuparan de ponerles luz. Federico descubrió, diciéndoselo muy callandito a su hermana menor -apenas tenía siete años-, que desde por la mañana muy temprano había sentido ruido de pasos y unos golpecitos en la habitación prohibida. Hacía poco también que se deslizó por el vestíbulo un hombrecillo con una gran caja debajo del brazo, que no era otro sino el padrino Drosselmeier. María palmoteó alegremente, exclamando:

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Un año nuevo
Dicen que cuando se acerca fin de año los ángeles curiosos se sientan al borde de las nubes a escuchar los pedidos que llegan desde la tierra.

– ¿Qué hay de nuevo? -pregunta un ángel pelirrojo, recién llegado.
Lo de siempre: amor, paz, salud, felicidad…- contesta el ángel más viejo.

Y bueno, todas esas son cosas muy importantes.

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La Vendedora de Fósforos
¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos.

Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas.

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El pino
Allá lejos en el bosque había un pino: ¡qué pequeño y qué bonito era! Tenía un buen sitio donde crecer y todo el aire y la luz que quería, y estaba además acompañado por otros camaradas mayores que él, tantos pinos como abetos. ¡Pero se empeñaba en crecer con tan apasionada prisa!

No prestaba la menor atención al sol ni a la dulzura del aire, ni ponía interés en los niños campesinos que pasaban charlando por el sendero cuando salían a recoger frutillas.

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El Cirro que sólo sabía soñar
Allá en lo alto, pero bien alto; en el techo del mundo, se encontraba el viento hilando grandes cantidades de nubes, las había de todas formas y tamaños y cada una estaba destinada a hacer una tarea en específico, la niebla debía sobrevolar a ras del suelo para humedecer ligeramente las plantas, los cúmulos, que son nubes más esponjosas y blancas viajaban por todo el mundo, acompañando a los aviones, adornando las cimas de las montañas, luego seguían los cúmulonimbos, que eran muy vanidosas porque podían crear rayos y truenos que cimbraban la tierra y también proveían de lluvia el mundo entero manteniendo así la vida.
Sin embargo, el viento ya llevaba tantas horas sentado hila que hila que comenzó a quedarse dormido y así nació un trocito; bueno , mejor dicho un jirón de nube que al despertar notó que no era como todas las demás nubes, ella no podía humedecer las plantas y era tan pero tan ligerita que comenzaba a volar alto y más alto que cualquier cima de montaña.

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Cuento de Udayán

(Dedicado a la memoria de mi madre, mi eterno ángel guardián)

Lejos de aquí y lejos de allá; justo a la mitad, en el ombligo del mundo, fueron a parar una docena de piratas que llevaban muchas semanas  a la  deriva; arribaron a una enorme isla donde encontraron refugio del océano y se dejaron caer en las suaves arenas para descansar; no habían pasado ni un par de horas cuando numerosos ruidos sacaron de su sueño a los piratas; a la orilla de la playa, dos enormes tiburones de piel plateada emergían a toda velocidad devorando todo cuanto estuviera a su paso, pero lo que buscaban con más empeño eran los nidos donde descansaban cientos de huevos de tortugas. Aquella batalla era injusta, ni siquiera las tortugas adultas se podían defender ante los letales colmillos de sus enemigos, en pocos minutos la playa quedó en silencio, como si nada hubiera ocurrido; a lo lejos sólo se distinguían unas cuantas sombras tiradas en la arena, eran tortugas heridas que habían peleado con fuerza en su afán de defender sus preciados bebés, atónitos, los piratas que aún asustados se encontraban en la playa, se acercaron a las tortugas, las ayudaron,  y con lo poco que tenían las curaron; entre aquellas valientes había una que era enorme, de caparazón azulado y piel gris verdosa y agrietada, se podía ver que no era su primer batalla y al mirarla a los ojos se podía ver que el paso del tiempo se los había hecho sabios y profundos, como los inmensos abismos que siembran el fondo de los océanos.

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